miércoles, 9 de marzo de 2022

PASEO DE LA CONCHA

 La mayor parte de este actual paseo estuvo anteriormente ocupada por grandes dunas de arena. El Ayuntamiento, con el fin de facilitar trabajo en el mal año laboral de 1845, empleó o un centenar de hombres y a otras tantas mujeres para rebajar y nivelar aquellas feas dunas.

Todavía en 1869 el único camino que atravesaba el arenal entre lo Viejo y San Martín, era una humilde carretera, incómoda y estrecha, que apenas era frecuentada en verano por algunos centenares de personas.

Los extraordinarios temporales de 1865 habían derribado gran parte del muro fabricado en la orilla del mar y el Gobernador Civil mandó reconstruirlo, pero el Ayuntamiento alego que aquel muro databa de tiempo inmemorial y que, por tanto, se ignoraba a quién correspondía atenderlo en su conservación. Como para entonces ya trabajaba la Empresa de la carretera a Andoain, se fijó que el Ayuntamiento pagara 41.580 pesetas y la Empresa la otra quinta parte.

A aquel paseo primitivo, que venía siendo conocido por CALLE DE LOS BAÑOS, se decidió el Ayuntamiento a denominarlo, por acuerdo del 19 de mayo de 1869, con el nombre actual de Paseo de la Concha. Aunque conviene advertir que aquel paseo era más estrecho que el actual. A lo largo de él se establecían tres o cuatro puestos para venta de golosinas y refrescos, varias fuentes como las Wallace parisinas (21) y las tertulias sentadas en las sillas que explotaba la Junta de Beneficencia. Sólo faltaba el arbolado.

Muy pronto creció a su vera una hilera de graciosos «chalets», de dos o tres pisos, que sólo han logrado mantener su original uniformidad, dentro de su variedad, durante poco más de cincuenta años (22), ya que fueron pronto cediendo sus solares para la edificación de hoteles más altos, que rompieron su anterior belleza de línea y con casas de vecindad que cambiaron el capricho ornamental de las primeras por la abstracción de todo adorno en las actuales. Así silueta que ofrece este frente de la ciudad, arquitectónicamente considerada, si gue siendo deplorable por su falta de unidad.

Como los chopos carolinos primitivos, que sombreaban el paseo, no resultaron, se pensó en substituirlos por otra especie más apropiada, viniendo a dar en los tamarices (que entre nosotros han tenido a bien los tales en que les llamáramos «tamarindos», porque también a ellos, en confianza, les gusta más ese nombre...). Según una versión que oímos en la infancia se suponía que habían sido regalados por el emperador del Manchukuo (cuando aún este país no era independiente ni conocía a otro emperador que al chinito de turno, pero resu:taba tan oriental...). Luego hemos leído —con la tristeza que a veces produce la erudición, que fueron importados por iniciativa del concejal Agapito Ponsol, quien los había visto en París y trajo semillas y hasta arbustos de una de las «epinieres» municipales de la capital francesa, en lugar del exótico Manchukuo. Aquellos son los que hoy admiramos, convertidos en árboles de 70 u 80 primaveras.

Sus comienzos, encerrados en cercos de defensa, fueron muy vilipendiados. Así, el Diario de San Sebastián aconsejaba:

<< Sería muy conveniente que los concejales dieran una vuelta por el Paseo de la Concha y juzgaran el papel ridículo que hacen los tamarindos enjaulados».

Y la tramaron con aquella importación de Ponsol sus amigos Soroa y Cándido Soraluce, autores de letra y música de la zarzuela «La Bella Easo», que se presentó con éxito en los car. navales de 1885 y 1886, en el Teatro-Circo. El concejal de los tamarindos ocupaba también su butaca en la noche del estreno hasta que la orquesta, dirigida por Soraluce, inició «el coro de los tamarindos», en el que unas coristas con miriñaque can. taban aquello de «aunque somos chiquititos...» y lo otro de «sal, tamarindo, sal...», mientras todos los espectadores se volvían hacia el concejal, que hubo de salir también, pero a la calle, acompañado aún por la letrilla de las coristas que se guían: «buena sombra daremos para el siglo que vendrá»,

Y ahí los tienen ustedes, tan bonitos, con su sombra y todo, que no sabemos cómo no se han convertido aún en diseño de algún premio representativo donostiarra.

Crecieron y se independizaron de los jaulones en que log habían encerrado. El malicioso Cándido aseguraba que todo su éxito posterior fue debido a que aquellos cantitos de marras les habían excitado el amor propio y se apoderó de ellos una noble emulación. Pensamos si no sería bueno contratar a otro coro de señoritas actuales para que repitieran la experiencia con los aprendices de tamarindos que ahora nos han colocado en lugar de algunos antiguos.

El primer número de El Erricosheme, de julio de 1911, cuando trataba del Monte Ruso que existía a la sazón en Alderdi-eder, dándoselas de ilustrado en botánica, escribía «de los amores dulces que arrullaste bajo tus tamarices perennes, cuya verdura festoneada jugueteaba con el guiñar pálido de las estrellas». No extrañará al lector avispado que tal semanario durara muy poco.

En el verano de 1899, pudieron admirar los veraneantes «el pretil de piedra sillar y bonito respaldo de hierro —como se ve en el plafón del Teatro Victoria Eugenia—, adornado con colum. nas de lo mismo y jarrones de hierro colado», que se acababa de colocar desde la primera rampa hasta el túnel.

El Ayuntamiento, deseoso de eliminar la fea construcción de la antigua Perla, logró una concesión administrativa que le autorizó a ensanchar el paseo de la Concha y levantar otro establecimiento balneario en lugar de aquel otro feo y vetusto. Las gestiones se prolongaron de 1908 a 1913 y así se pudo. además, ensanchar el paseo y construir el voladizo y la rotonda, cuyas obras iban muy adelantadas en 1910. La famosa ba. randilla de la Concha fue obra de Mariano Arrieta. Con todo lo cual iba a quedar «un excelente mirador sobre la playa desde su elegante balaustrada -como escribió Laffitte y sin necesidad de bajar a la arena se contemplará el movimiento de bañistas y las bellezas... del panorama». De aquella manera y con tales vistas se confiaba en que «se modifique la absurda costumbre de sentarse de espaldas al mar, mirando a las fachadas de los hotelitos».

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(21) Hoy se pueden ver, sus Tres Gracias, en el Paseo de Francia.
(22) Para aquel paseo rigieron ordenanzas de ciudad-jardin; pero para contribuir a la erección de hoteles se hizo una excepción en aquellas ordenanzas municipales de arquitectura, naciendo por ese medio los Hoteles de Londres y Continental. Aquella excepción sirvió más tarde para que, con el pretexto de igualar la altura general, fueran sacrificándose las villitas y finalmente hasta el propio Continental (claro que 180 millones de pesetas, que da un valor de 180.000 pesetas el metro cuadrado).

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